Fuente: le Monde Diplomatique (traducción)
A los dirigentes políticos les gusta invocar la «complejidad» del mundo para  explicar que sería una locura querer transformarlo. Pero en ciertas  circunstancias todo se vuelve muy sencillo. Como, por ejemplo, cuando después  del 11-S el ex presidente George W. Bush obligó a todo el mundo a elegir entre  «nosotros y los terroristas». En Túnez la elección fue más bien entre un  dictador amigo y «un régimen al estilo talibán en el norte de África» (1). Este  tipo de alternativa refuerza a los protagonistas: el dictador se proclama como  la única muralla contra los islamistas; los islamistas como los únicos enemigos  del dictador.  
Pero el baile se desarregla cuando un movimiento social o democrático hace  que emerjan los actores descartados de una coreografía eternamente cerrada. El  poder acorralado escudriña entonces hasta el mínimo rastro de «movimiento  subversivo» en el descontento popular. Si existe lo aprovecha; en caso contrario  lo inventa.
Como el 13 de enero pasado, víspera de la huida de Zine El-Abdine Ben Alí.  Frente a Mezri Haddad, embajador de Túnez en la UNESCO, Nejib Chebbi, opositor  laico a la dictadura, denunciaba un «modelo de desarrollo que utiliza los  salarios bajos como única ventaja comparativa en la competencia internacional»  (2). Fustigaba el «provocativo escaparate de riquezas ilegales en las grandes  ciudades» y señalaba que «toda la población condenaba a ese régimen».
Haddad perdió los estribos: «Pronto vendrán a tu palacio de La Marsa a  saquearte, porque esa es la lógica de todas las sociedades que no tienen miedo  de la policía (…) Ben Alí salvó a Túnez en 1987 de las hordas fanáticas y de los  integristas. (…) Hay que mantenerlo en el poder pase lo que pase porque el país  está amenazado por las hordas fanáticas y los ‘neobolcheviques’, que son sus  aliados estratégicos».
Sin embargo unas horas después Haddad reclamaba la salida del «salvador de  Túnez». Y el 16 de enero Chebbi se convertía en ministro de Desarrollo Regional  de su país… Los pueblos árabes no hacen la revolución todos los días, pero la  hacen deprisa. En efecto, en menos de un mes ocurrieron la inmolación de Mohamed  Bouazizi, las reclamaciones de los jóvenes titulados en paro, la ocupación de  los palacios de Cartago de la familia Trabelsi, la liberación de los detenidos  encarcelados y la llegada de los habitantes del medio rural a la capital para  reclamar la abolición de los privilegios.
Sin remitir forzosamente a la Revolución Francesa, el ciclo histórico vivido  por Túnez parece familiar. Un movimiento espontáneo se extiende, agrupa a los  sectores sociales más diversos; el absolutismo se tambalea. Hay que elegir  rápidamente: renunciar a las apuestas y recoger las ganancias o doblar la  apuesta. En ese momento una parte de la sociedad (la burguesía liberal) se pone  en marcha para que las aguas vuelvan a su cauce; otra parte (campesinos,  empleados sin futuro, trabajadores sin empleo, estudiantes desclasificados)  apuesta a que la marea de protestas barrerá algo más que a una autocracia  envejecida y a un clan acaparador. Por otra parte dichas capas populares, en  especial los jóvenes, no se dan cuenta de que arriesgan sus vidas para que  otros, menos temerarios pero mejor colocados, perpetúen el mismo sistema social  limpio de pústulas policiales y mafiosas.
Esta última hipótesis que contemplaría el combate contra la dictadura  personalizado en la familia Ben Alí se extendería a la oligarquía que domina la  economía, lo cual no encantaría a los operadores turísticos, ni a los mercados  financieros ni al Fondo Monetario Internacional (FMI), a los que únicamente les  complace la libertad aplicada a los turistas, a las zonas francas y a los  movimientos de capitales. Desde el 19 de enero, por otra parte, la agencia de  calificación Moody’s ha rebajado la nota tunecina con el pretexto de «la  inestabilidad del país debida al reciente cambio inesperado del régimen».
La misma falta de alegría en El Cairo, Argel, Trípoli, Pekín y en las  cancillerías occidentales. Mientras las multitudes, en su mayoría musulmanas,  reclamaban la libertad y la igualdad, Francia explicaba a su manera el «debate»  sobre la compatibilidad entre la democracia y el Islam; ofreció al régimen  tambaleante de Ben Alí «el buen hacer de nuestras fuerzas de seguridad».  Musulmanes, laicos o cristianos, los oligarcas en el poder se muestran  solidarios en cuanto sus poblaciones se despiertan. El ex presidente tunecino se  autoproclamaba pilar del laicismo y de los derechos de las mujeres contra los  integristas; presidía un partido miembro de la Internacional Socialista, y ha  encontrado refugio… en Arabia Saudí.
Imagínense que en Teherán o en Caracas hubieran aparecido en los últimos días  los cadáveres de un centenar de manifestantes abatidos por los disparos de la  policía… Hace más de treinta años, en un artículo que marcó época, una profesora  universitaria estadounidense entonces demócrata, Jeane Kirkpatrick, rechazó de  antemano una comparación de ese tipo (3). Según ella, los regímenes  «autoritarios» pro occidentales siempre eran preferibles (y, pensaba, más  fácilmente reformables) a los regímenes «totalitarios» que podrían  reemplazarlos.
Publicado en noviembre de 1979, su análisis entusiasmó al candidato Ronald  Reagan hasta el punto de que una vez elegido nombró a la autora embajadora en  las Naciones Unidas. Kirpatrick había estudiado dos reveses estratégicos que  Washington sufrió en el mismo año: la revolución iraní y la revolución  sandinista en Nicaragua. En ambos casos, argumentaba Kirkpatrick, con la  intención de promover la democracia, los Estados Unidos del presidente James  Carter habían «colaborado activamente en el reemplazamiento de autócratas  moderados bien dispuestos hacia los intereses estadounidenses (el Sha de Irán y  Anastasio Somoza) por autócratas extremistas menos amistosos con nosotros».
Por supuesto, concedía ella, los dos regímenes caídos no eran inocentes,  «estaban dirigidos por hombres que no habían sido elegidos (…) que recurrían a  la ley marcial para detener, encarcelar, exiliar y a veces, se dice (sic),  torturar a sus oponentes». Sí, pero «realmente eran amigos de Estados Unidos,  enviaban a sus hijos a nuestras universidades, votaban con nosotros en las  Naciones Unidas, apoyaban con regularidad los intereses estadounidenses, aunque  les costase. Las embajadas de ambos gobiernos recibían a los estadounidenses  influyentes. El Sha y Somoza eran bienvenidos a nuestra casa, donde tenían  numerosos amigos».
Y después, «presa de una versión contemporánea de la idea de progreso que ha  traumatizado las imaginaciones occidentales desde la época de la Ilustración»,  el gobierno de Carter alentó un cambio de régimen. Funesto error: «Washington  sobrevaloró la diversidad política de la oposición –particularmente el poder de  los «moderados» y los «demócratas»-, subestimó la fuerza y la intransigencia de  los radicales del movimiento y aflojó la influencia de Estados Unidos sobre el  gobierno y la oposición». Lo que dio como resultado la teocracia de los ayatolás  en un caso y los sandinistas en el otro.
Como vemos la idea de «el mal menor de una dictadura», que sería pro  occidental y susceptible de enmendarse algún día (a condición de que se le  conceda la eternidad para que llegue ese día) o el miedo de encontrar a los  fundamentalistas (antes a los comunistas) detrás de los manifestantes  demócratas, no son nada nuevo. Pero estas últimas semanas el fantasma de  Kirkpatrick parece que ha atormentado a París antes que a Washington. Ya que el  papel irrelevante de los islamistas en el levantamiento tunecino –que ha  favorecido la constitución de un amplio frente social y político contra Ben Alí-  tranquilizó a Estados Unidos. WikiLeaks ya reveló los sentimientos del  departamento de Estado hacia la «casi mafia» y el «régimen esclerótico» del clan  gobernante; la Casa Blanca le abandonó a su suerte confiando en la existencia de  un relevo liberal y burgués.
Pero el levantamiento de Túnez resuena más allá del mundo árabe. Es obvio que  los detonantes de la explosión aparecen por todas partes: crecimiento desigual,  desempleo elevado, manifestaciones reprimidas por aparatos oficiales obsesivos,  una juventud cualificada sin salidas, burgueses parásitos que viven como  turistas en sus propios países… Los tunecinos no pueden triunfar sobre todos  esos males a la vez, pero han levantado el yugo de la fatalidad. Les machacaron  con que «no hay alternativa». Ellos respondieron que «a veces llega lo  imposible» (4).
Notas:
(1) Declaración de Nicolas Sarkozy en Túnez el 28 de abril de 2008.
(2) « L’invité de  Bourdin & Co », RMC, 13 de enero de 2011.
(3) Jeane Kirkpatrick, « Dictatorships  & double standards », Commentary, Nueva York, noviembre de  1979.
(4) Leer, de Slavoj Žižek, « Pour sortir de la  nasse », Le Monde diplomatique, noviembre de 2010.
Fuente: http://www.monde-diplomatique.fr/2011/02/HALIMI/20112

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