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miércoles, 16 de febrero de 2011

Estados Unidos, Turquía y la crisis del sistema occidental

Fuente: La Onda Digital



Una vez archivada por la historia la coyuntura unipolar, el sistema occidental liderado por los estadounidenses parece haber entrado en una crisis irreversible. El crac económico-financiero y la pérdida de un seguro pilar del edificio geopolítico occidental, el ofrecido por Turquía, corroboran el fin del impulso propulsor estadounidense.
Los EEUU se hallan actualmente ante una decisión histórica: arrinconar el proyecto de supremacía mundial y, por consiguiente, compartir con los demás actores globales las opciones existentes en la política y en la economía internacional, o bien insistir en el proyecto hegemónico y arriesgar su propia supervivencia como nación.
La elección entre una y otra opción vendrá impuesta por las relaciones que se instaurarán, en el corto y medio plazo, entre los grupos de presión que condicionan la política exterior americana y la evolución del proceso multipolar.
La grieta turca
La consolidación del actual contexto multipolar y la constante ampliación de las esferas de influencia económica y geopolítica de algunos países eurasiáticos y suramericanos, imponen opciones decisivas para la actual administración norteamericana. Esto ocurre en un momento en el cual Washington parece no estar en condiciones de orientar la crisis económica y financiera que ha embestido al sistema occidental, del que constituye el centro geopolítico, ni las relaciones con los mayores países eurasiáticos (Rusia, India, y China). Estos últimos – con un creciente sentido de la responsabilidad- dictan la agenda de los principales asuntos internacionales. Además, a este cuadro hay que añadir las dificultades que el Pentágono encuentra diariamente para coordinar con eficacia el mastodóntico y costoso despliegue militar puesto sobre el terreno a partir de la primera guerra del Golfo. La debilidad norteamericana se refleja, en particular, en el torpe intento de Obama y de la Clinton en paliar algunas situaciones críticas, como las del Cercano y Medio Oriente. En este ámbito de importancia fundamental para la estrategia expansionista de los EE.UU en la masa eurasiática, el precioso aliado turco, baluarte al mismo tiempo tanto de los intereses occidentales como de aquellos específicos de Tel Aviv, ha adoptado ahora posiciones heterodoxas con respecto a las indicaciones provenientes de Washington. Esto ha introducido un elemento de desestabilización dentro de la arquitectura geopolítica proyectada por los EEUU.
La grieta turca recuerda a los estrategas estadounidenses otro duro golpe, el sufrido a finales de los años 70 con la pérdida de Irán como peón en el “gran juego” que en esos momentos sus predecesores dirigían contra la Unión Soviética. Ahora, en un contexto global distinto, marcadamente multipolar, la grieta turca podría revelarse desastrosa para el sistema americano-céntrico por lo menos en cinco ámbitos.
El primer ámbito es el relativo al dispositivo militar occidental por excelencia, es decir, la estructura de la OTAN. ¿Por cuánto tiempo aún el actual aparato dirigido por Rasmussen podrá tolerar la excentricidad de uno de sus miembros, abiertamente alineado en posiciones anti-israelíes y, por consiguiente, antiamericanas? ¿Se halla la OTAN en condiciones de equilibrar las expectativas turcas de desempeñar un papel regional de primer orden, sin irritar al aliado israelí? Estas son sólo dos de las preguntas que podrá responder una nueva y adecuada reformulación de la finalidad de la ya tambaleante institución transatlántica, más allá del «punto de inflexión histórico» de la reciente cumbre de Lisboa (noviembre de 2010).
El segundo ámbito se refiere a las relaciones entre Ankara y Bruselas. La nueva Turquía de Erdogan está lista para entrar en la Unión Europea, pero Downing Street (el aliado estratégico de los EEUU) y el Elíseo obstaculizan el proceso de inclusión con el insignificante pretexto de los derechos humanos, arsenal ideológico puesto a punto por los think tank americanos y adoptado por el Viejo Continente, en particular por Sarkozy. Si Turquía es rechazada nuevamente, ésta fortalecerá ulteriormente las relaciones con los otros mercados (Rusia, Irán, China), consolidando directamente el área económico-productiva de la masa eurasiática.
El tercer ámbito, que en parte guarda relación con el segundo, tiene que ver con el Mediterráneo. Turquía, considerada como la cuarta península europea, parece atraer cada vez más los intereses económicos de los países ribereños, sean los de Europa meridional, sean los norteafricanos. A favor del reforzamiento de los intereses económicos existentes entre Turquía y los países del Mediterráneo está jugando un papel particular el proyecto South Stream, ideado por Moscú.
El cuarto ámbito concierne a las relaciones que existen entre Turquía y las repúblicas de Asia central. Turquía constituye una vía de circulación hacia Asia central, es decir, hacia ese espacio cuya hegemonía ambiciona Washington desde el desmoronamiento de la URSS. Mientras que Turquía seguía con diligencia las indicaciones de los EE.UU., Washington facilitaba sus presiones pan-turcas (por otra parte oportunamente activadas en el contexto de la desestructuración de la confederación yugoslava) hacia las repúblicas de Asia central (los «Balcanes eurasiáticos», según la definición programática de Brzezinski), con el fin de aumentar las tensiones endógenas, principalmente en función antirusa y, en perspectiva, con una manifiesta función antieurasiática. Ahora que Ankara parece dispuesta a aumentar sus propios niveles de autonomía, las relaciones que ha establecido con las repúblicas de Asia central, por otro lado convenientemente equilibradas con las establecidas con Moscú, no son bien vistas por Washington. De ahí la reciente demonización de Turquía realizada por los medios de comunicación occidentales.
Por último, por lo que respecta al quinto ámbito, vale la pena señalar que las buenas relaciones que Ankara mantiene con Moscú, Pequín, Teherán y los mayores países de Suramérica preludian un cambio de ruta geopolítica por parte de Turquía. Este cambio va inequívocamente en la dirección de un fortalecimiento del nuevo escenario policéntrico.
Érase una vez Occidente
En el cuadro de lo anteriormente esbozado, el sistema occidental conducido por los EE.UU corre el riesgo de implosionar. Su expansión hacia Oriente está prácticamente deteniéndose, en virtud del recobrado protagonismo de Moscú en la escena internacional y, sobre todo, debido a las desastrosas campañas afganas e iraquíes que el Pentágono y Washington no logran controlar. En África, la competencia con China plantea problemas cruciales para todo el Occidente. Puesto que ni Washington, ni Wall Street, ni el Pentágono/OTAN – a pesar de la puesta en escena del Africacom- logran asegurar una contraposición eficaz a la marcha de los chinos por el continente negro, es razonablemente previsible (y deseable para toda Europa) que algunos países europeos, conscientes de sus propios intereses, intenten buscar en el futuro próximo una adaptación al transformado escenario internacional, activando nuevas relaciones con China y con los países africanos, caracterizadas por la cooperación bilateral.
En Japón, a pesar del fracaso del gobierno Hatoyama, veladamente antiestadounidense, la reflexión crítica relativa a las ventajas que Tokyo obtendría aún en el contexto de las relaciones nipo-americanas instauradas después de 1945, continúa alimentando el clima de recelo hacia Washington, desgastando día a día la hegemonía americana en lo que respecta a las elecciones de fondo de los japoneses.
La América indiolatina ya no representa el «territorio de caza» de los EE.UU. útil para sus incursiones imperialistas, como en el siglo pasado. Brasilia, Caracas, La Paz y, en parte, Buenos Aires, aumentan sensiblemente sus niveles de autonomía política. Los acuerdos establecidos entre estos países, en sinergia con los que empiezan a poner en marcha con Irán y Turquía, prefiguran un nuevo e inédito frente «antiimperialista» que, todavía en fase de articulación, podría catalizar las exigencias antiliberales presentes en muchos países del globo. La atención al estado social de los gobiernos de Caracas, Brasilia y Buenos Aires, el recuperado control por parte del estado ruso del sector de las empresas estratégicas, la aplicación de políticas sociales atentas a las libertades colectivas que llevan a cabo Teherán y Ankara, respetando la peculiar concepción islámica de la sociedad y de las relaciones económicas, además de indicar el fracaso del modelo liberal, introducen límites objetivos al proceso de globalización, geopolíticamente entendido como expansionismo de la potencia norteamericana a nivel planetario.
Las naciones europeas, habiendo sufrido en estos últimos años el desmantelamiento de sus respectivos estados sociales, debido al deseo manifestado por las oligarquías relacionadas con los intereses americanos y por los diktat del FMI, han perdido irreversiblemente aquel tipo de estabilidad que les había permitido crecer económicamente. Los efectos de esta pérdida de peso específico en la economía global debilitan, en la actual fase coyuntural, la periferia del sistema occidental favoreciendo el centro, radicado en los EEUU De ahí la disgregación de la construcción geopolítica americana surgida después de 1945. En un futuro próximo, si no hay medidas correctoras dirigidas a «mantener» a Europa en el sistema occidental, algunas naciones europeas podrían optar por la elección multipolar.
El tiempo de las decisiones
El impulso propulsor de los EEUU parece, por consiguiente, haber terminado. Desde una perspectiva geopolítica, Washington se haya ante una encrucijada: arrinconar, al menos por un cierto período de tiempo, el bicentenario proyecto de dominación global, o bien insistir sobre el mismo, adoptando nuevos criterios y metodologías.
En el primer caso, los EE.UU. se verían obligados a reexaminar su propio sistema social y militar y, sobre todo, a negociar su propia posición a nivel mundial con los ex aliados y con los nuevos actores globales. La aceptación del sistema policéntrico pondría, sin embargo, en crisis todo el complejo industrial y militar que constituye la base del poder político y económico de los EE.UU. El equilibrio dinámico entre los grupos de presión que determinan las opciones estratégicas del aparato político y militar estadounidense sufriría, en efecto, una perturbación fatal. La consecuencia directa de un desequilibrio en los vértices del establishment causaría, inmediatamente, la disgregación de la gigantesca esfera de influencia que los EEUU han conquistado con mucho esfuerzo en los últimos sesenta y cinco años. La reorganización de los EE.UU. inauguraría un nuevo ciclo geopolítico, cuya estabilidad no se basará en el modelo del libre mercado, sino sobre las exigencias geopolíticas reales de los nuevos polos de agregación.
En el segundo caso, los EE.UU., optando por la opción de perseguir su supremacía mundial, se verán obligados a tener que sustentar una enorme economía de «guerra permanente». En el marco de aquella funesta invocación que Edward N. Luttwack lanzó en 1999, en el curso de la desmembración de la Federación yugoslava : «Give a chance», deberán aplicar las lógicas del constructive caos de los neocons, con el riesgo de desatar reacciones geopolíticas asimétricas en Asia, África y en la América indiolatina.
Cualquiera que sea la opción elegida, la relación entre la «nación necesaria» y el resto del mundo no será ya nunca la misma.

 

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