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miércoles, 30 de marzo de 2011

U.S.A : Un patio Marroquí para el Museo Metropolitano de Arte


Cuando el Museo Metropolitano de Arte (Met) toma una gran decisión de curaduría, tiende a hacerlo con el tipo de deliberación grave que conlleva una bula papal. El instinto visceral no es una consideración apreciada. Sin embargo, en la primavera de 2009, en un taller cubierto por el polvo en un sótano en Fez, Marruecos, una joven curadora del departamento islámico del Museo estaba sentada entre un grupo de artesanos – trabajadores del azulejo tradicional del norte de Africa, y de adornos de escayola y madera, cuyas raíces en el oficio se remontan siete generaciones – y, una vez más, volvió a preguntarle al director ejecutivo por qué el Museo debería reclutarlos para una misión excepcional.
El ejecutivo, un hombre de aspecto juvenil, llamado Adil Nayi, se alargó y tomó la muñeca de uno de sus hermanos menores, Hisham. Levantó los dedos ásperos y encallecidos del hermano frente a la curadora, Navina Haidar, y, con intensidad dramática, que no habría estado fuera de lugar en “Lawrence de Arabia”, exclamó: “¡Mire, es la mano de mi hermano!”.
Como recordó Haidar recientemente, de vuelta en los confines mucho menos cinematográficos de una construcción en un museo: “Fue un momento muy poderoso. Hizo que nos decidiéramos porque pudimos ver cuán cerca está de la tradición. Y queríamos ver esa mano en nuestras paredes”.
Sus colegas y ella habían ido a Marruecos en busca de ayuda para un tipo de proyecto que el Metropolitano, el cual, por lo general, se interesa en la obra de artistas muertos, ha realizado pocas veces en sus 140 años: instalar a un grupo de artistas vivos dentro del museo con el objeto de crear una parte nueva y permanente de su colección.
La vez anterior que algo así pasó fue en 1980, cuando Brooke Astor subvencionó la recreación de un jardín de la dinastía Ming, hecho por más de dos docenas de maestros constructores de Suzhou, China, que pasaron cuatro meses en el trabajo, dentro de las galerías de pinturas chinas del museo, trabajando con las mismas herramientas manuales de generaciones atrás.
Casi 30 años después, el Museo se embarcaba en el replanteamiento y la reconstrucción de sus galerías de arte islámico más ambiciosos de su historia, una empresa de 50 millones de dólares. En el corazón de esas galerías, que se abrirán en el otoño tras años de estar cerradas, estaba el sueño de exhibir la característica distintiva de la arquitectura islámica marroquí y del sur de España: un patio estilo magrebí-andaluz medieval, que funcionaría en gran medida en la misma forma que aún lo hacen en las casas tradicionales y mezquitas de Marrakech o Casablanca, como su centro físico y espiritual.
El problema era que, aunque el Museo posee bloques enteros de arquitectura histórica, no contaba con un patio islámico medieval almacenado en alguna parte. Tras meses de debate sobre si podría realizar semejante proeza en una forma que cumpliera con los estándares del Met, se decidió ordenar un patio.
Que es como un grupo de artesanos marroquís muy apreciados, muchos de los cuales nunca habían puesto un pie en Nueva York, llegó a establecerse al Met a partir de diciembre, trabajando algunos días en túnicas jabador y feces carmesí (llamadas “tarbooshes” en Marruecos), para construir una fantasía islámica del siglo XIV, en aislamiento, muy arriba de las galerías griega y romana, mientras, sin saberlo, abajo pasaban los visitantes del Museo.
Con la atención mundial centrada en Oriente Próximo, el patio ha adquirido una importancia no prevista para el Museo; para el propio reino de Marruecos, que ha seguido muy de cerca el proyecto, y para la circunscripción de académicos musulmanes y benefactores del Met. Esperan que funcione no sólo como una plácida parada cronológica para la gente que se mueve por más de un milenio de historia islámica, sino también como símbolo, en medio de un potente sentimiento antiislámico en Estados Unidos y Europa, de que el intercambio estético e intelectual entre el islam y Occidente sigue vivo.
“Todos estos tipos saben lo que esto significa, lo que implica”, comentó Nayi, de 35 años, el presidente y director ejecutivo de Arabesque, una compañía de artesanos fundada en Fez en 1928 por su tatarabuelo, que hoy administran tres de sus hermanos y él.
Era finales de diciembre, y gesticulaba en una habitación atestada y sin adornos, que no parecía un símbolo, mucho menos un patio medieval reimaginado, excepto por armazones metálicos altos que sugerían la forma de un arco. Hisham, el hermano de 33 años de Nayi, el de la mano encallecida y persuasiva, estaba parado hasta arriba del andamio cubierto de polvo de yeso. Abajo, cubriendo una franja de piso, había decenas de miles de piezas de azulejo de barro, muchas no más grandes que un grano de arroz, colocadas juntas, boca abajo, en un gran rectángulo que parecía una caja de arena poco profunda, marcadas por líneas increíblemente complicadas. Los azulejos habían llegado de Fez, donde se cocieron en hornos alimentados con huesos de aceituna y aserrín, y después cortados a mano en formas individuales por 35 trabajadores en un lapso de cuatro meses.
Dentro del Met esa mañana un especialista de Arabesque en este tipo de meticuloso trabajo para armar el mosaico, conocido como zelliy, estaba sentado con las piernas cruzadas, colocando en la composición algunas de las piezas finales con pinzas, mientras otro esparcía lechada seca entre los azulejos. Luego, se rociaron puñados de agua, como abluciones, sobre estas áreas para empezar a pegar las piezas en su lugar. Y cuando todo estuvo seco, se levantó el pedestal colocándolo en su lugar a lo largo de uno de los muros del patio, llenando el salón por primera vez con el tipo de color calidoscópico y diseño teselado, cuyo propósito es transportar al visitante de la Quinta Avenida a Fez.
En el transcurso de dos meses, se invitó a un reportero y un fotógrafo para observar cómo el espacio se transformaba lentamente de un rectángulo vacío de 6.4 X 7 metros – iluminado por una panel LED en el techo que imita ingeniosamente la luz del día – en un patio con patrones de azulejo basados en los del palacio de la Alhambra en Granada, encima de los cuales se levantan muros de escayola fantásticamente afiligranada, que conducen a un artesonado de cedro tallado basado en el renombrado trabajo en madera de la madraza, o escuela islámica, Attarin del siglo XIV en Fez.
Los marroquís, 14 en total, llegaron en oleadas, y, a pesar de padecer su primer invierno neoyorquino, se asentaron cómodamente en dos grandes condominios en Jackson Heights, Queens, un alojamiento que Adil Nayi persuadió al dueño, un libanés, para que se los rentara, aunque se trata de un edificio donde no se rentan departamentos, al contarle de su misión en el Met. El hombre contrató a una marroquí local para que les cocine, y cada mañana llevan sus kebabs y cuscús en loncheras al Met.
Sheila R. Canby, reclutada hace dos años del Museo Británico para dirigir el departamento islámico del Met y supervisar la renovación de las galerías, dijo que, en ocasiones, fue apoteósico el ir y venir de artesanos y curadores. Los marroquís, conocidos por su trabajo de restauración en importantes mezquitas y otros edificios emblemáticos en Oriente Próximo, son, en esencia, historiadores vivientes que han transmitido patrones y diseños preservados en la práctica por generaciones. Sin embargo, nunca habían intentado un trabajo que requiriera de este nivel de atención histórica o maestría, uno cuyo objetivo es parecer auténtico a los ojos marroquís y académicos.
“Hemos sido clientes muy difíciles, mandándoles dibujos una y otra vez”, dijo recientemente Canby, observando trabajar a los hombres. “No queríamos ninguna intromisión de interpretaciones modernas”.
Quizá casi tan asombroso como la presencia de los artesanos en el Met es que el equipo de especialistas y planeadores que los reclutaron y han colaborado estrechamente con ellos, está integrado mayoritariamente por mujeres, una de ellas, israelí. Además de Canby y Haidar, el grupo incluye a Nadia Erzini, una historiadora del arte y curadora del Museo de Vida Islámica en Tetouan, Marruecos; Mahan Jayenoori, del departamento de construcción del Met, y Achva Benzinberg Stein, una experta en patios y jardines marroquís, y catedrática de arquitectura del paisaje en el City College.
Durante una visita reciente al Museo, Stein se emocionó al inspeccionar el trabajo en curso, y describió cómo se enamoró de la arquitectura marroquí por los libros cuando era joven en Tel Aviv, pero no pudo ir a Marruecos sino hasta mediados de los 1970 por ser israelí.
“Para mí, esto es como la culminación del trabajo de una vida”, dijo, enjugando las lágrimas. “Significa para mí la posibilidad de tantísimas cosas, de paz”.
Para finales de febrero, dentro de los muros del patio se había terminado el trabajo con el azulejo, y se había instalado la mayor parte de la carpintería tan aromática, como un armario de cedro. Todavía faltan una fuente especialmente diseñada y bancas bajo diseño de Stein.

Randy Kennedy
The New York Times Syndicate



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